Comentario
La polarización de la sociedad española en dos o tres reductos difíciles de conciliar no es un rasgo característico de la totalidad de nuestra Historia, pero sí del período bélico y del posterior; antes, la divergencia no había excluido la posibilidad de convivir. El estallido de la guerra abrió una profunda división en la sociedad española destinada a perdurar durante mucho tiempo. El factor divisorio fue, en parte, la pertenencia a una clase social, pero probablemente los factores estrictamente culturales, de concepción del hombre y de la vida, resultaron mucho más decisivamente influyentes que ese tipo de caracterizaciones basadas en la pertenencia a un sector social.
Resulta obvio que la aristocracia latifundista estuvo al lado de la sublevación y que en contra tomaron las armas los grupos sindicales revolucionarios de plural significación. Sin embargo, no es menos evidente que la guerra civil enfrentó a dos sectores de España con amplias apoyaturas sociales y que, por tanto, no hubo una sola causa popular en la guerra sino dos. Los sublevados no eran sólo los miembros de la nobleza terrateniente sino también el campesino pobre, pero propietario, católico y alfabeto de la mitad Norte de la Península; la causa del Frente Popular no tuvo como únicos representantes y directivos a revolucionarios que habían conspirado en otro tiempo contra la República, sino a personas pertenecientes a la burguesía incluso relativamente acomodada y de ideario liberal como podrían ser Negrín y Azaña. Si desde una óptica política fue la pulverización del centro uno de los factores que más claramente explican el estallido de la guerra civil, como muy bien escribió Azaña, fue "la discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía, el origen de la misma". Al lado de generales, de requetés o de falangistas hubo también en el bando vencedor personas que habían sido liberales en el pasado, pero que vieron en la experiencia de los años treinta la falsa prueba de que el carácter español era poco conciliable con la práctica de la democracia. Uno de ellos, persona también procedente de esa clase media, era Cambó quien, en el exilio, se sentía "lejos del espíritu de ferocidad" que envolvía a la realidad española, pero que juzgaba que "ante la anarquía como mal menor ha de venir la fuerza".
Puesto que los factores culturales primaron sobre los sociales bueno será referirse a los primeros. Por supuesto, los motivos de movilización de esas dos Españas en guerra no se autodefinieron en términos sociales sino ideológicos, más que estrictamente políticos. Si se leen las proclamaciones iniciales de los dirigentes de la sublevación la idea exclusiva que en ellas impera es la del restablecimiento de un orden y una autoridad que son todavía los republicanos, aunque la propia sublevación concluya por hacerlos inviables. De ahí por un mecanismo psicológico no sólo sublimador, sino también obvio producto de las circunstancias, se pasó a la exaltación religiosa, el ideal de cruzada, presente espontáneamente en los planteamientos no sólo de los dirigentes sino también en los simples combatientes.
No hay una anécdota más reveladora a este respecto que la propaganda del plato único, una necesidad impuesta por las condiciones de abastecimiento en período bélico, como medio de "santificación".
Un último paso consistió en la exaltación del pasado, en donde míticamente se habría dado la identificación entre la religión y la patria: el propósito sería "ser lo que fuimos después de la vergüenza de lo que hemos sido", como se afirmó en los titulares de un diario franquista. Si resulta relativamente sencillo simplificar en una fórmula como la citada el motivo movilizador para el combate entre los sublevados, entre los gubernamentales resulta, sin duda, mucho más difícil hacerlo. En algunos de los discursos de Azaña en el período bélico o en los 13 puntos de Negrín encontramos los principios de la ortodoxia republicana, pero, por supuesto, no puede pensarse que tan sólo ellos resultaran vigentes entre los combatientes de esa significación. Para muchos otros era verdad lo que decía CNT, el diario anarquista madrileño: "Todos los viejos valores... se han hundido estrepitosamente a partir de la insurrección militar". Lo que daba al Frente Popular un aire de abigarrado pluralismo es, precisamente, el hecho de que quien lo había sustituido no era una sola y única fórmula sino varias e incluso algunas de ellas contradictorias entre sí.
Nada explica mejor las diferencias entre concepciones de la vida en los dos bandos que la política cultural y educativa que practicaron durante el período bélico. Entre los sublevados más que una política revolucionaria de corte radicalmente fascista se siguió, en educación, otra de carácter clerical y restauracionista. Las bibliotecas fueron depuradas y de ellas fueron excluidos no sólo autores revolucionarios sino también otros como Cambó, Baroja, Tolstoi o Blasco Ibáñez. También los maestros experimentaron un proceso paralelo: haber asistido a una homenaje a Gorki o "proceder de la Institución Libre de Enseñanza" eran argumentos suficientes como para recibir una sanción. En la enseñanza primaria no sólo se pretendió el restablecimiento de un sentido cristiano sino también la introducción de devociones muy concretas, como las de carácter mariano. La reforma del Bachillerato de 1938 se basó en la formación clásica, la consideración del catolicismo como "médula" de lo español y la exaltación de lo específicamente nacional a través precisamente de la Historia.
Al lado de estas manifestaciones clericales hubo también una política cultural más fascista, en manos de Falange, que quería incorporar a los vencedores los valores de la cultura española laica. No hubo una política de propaganda a partir de la defensa del patrimonio artístico o monumental (el arquitecto Muguruza, responsable de esta parcela, admitió que "se tiene tan poco ante lo hecho por los rojos"), sino que tan sólo se insistió en los medios católicos acerca de las numerosísimas destrucciones de iglesias y otros lugares de culto. Sin embargo, se creó una gran institución cultural, el Instituto de España, que reunía a la totalidad de las Academias. Es igualmente significativo que en el Instituto, inspirado y animado por D'Ors, se entrara tras un estrambótico juramento de índole clerical y nacionalista y que para su presidencia se pensara en Falla, una personalidad católica sin significación política y que no llegó a desempeñar su cargo.
En el bando gubernamental encontramos una pluralidad mucho mayor que la existente en el adversario entre clericalismo y falangismo. Existió, en primer lugar, toda una línea derivada de la tradición de corte liberal y republicano que concedía un papel eminente a la cultura, consideraba que el hombre se salvaba a través de ella y apreciaba o potenciaba de manera especial la de carácter popular. Sobre esta tendencia se impostó el sentido utilitario y propagandístico del PCE, que fue el principal responsable de la política educativa y cultural del Frente Popular hasta bien entrado 1938: testimonio de ese utilitarismo fue la existencia de un organismo administrativo de superior entidad a los que existieron entre el adversario, bien como Ministerio o como Subsecretaría. No cabe la menor duda de que la labor de los comunistas fue a menudo sectaria, pero que al mismo tiempo tuvo un éxito considerable en el exterior y demostró un mayor aprecio y sensibilidad por la problemática de carácter intelectual y cultural.
Así se demuestra en los varios manifiestos suscritos por intelectuales en apoyo del Gobierno del Frente Popular en los primeros momentos de la guerra, algunos de cuyos firmantes acabaron retractándose, así como en la evacuación de intelectuales de Madrid y la posterior creación de una Casa de la Cultura para que residieran en Valencia. El mismo sentido cabe atribuir al nombramiento de Picasso para regir el Museo del Prado, cargo del que no tomó posesión. También el bando gubernamental tuvo su gran institución cultural sustitutiva de las Academias, denominada Instituto Nacional de Cultura, cuya vida no parece haber sido muy activa. El aspecto más interesante y positivo del interés del bando gubernamental por la cultura reside en la labor de extensión educativa y cultural lograda a través de la creación de un número importante de escuelas (quizá 5.000), mientras que entre sus adversarios algunos quisieron sustituir al maestro por el sacerdote, la creación de un bachillerato abreviado para obreros o la labor de difusión cultural a través de las llamadas milicias de la cultura. Por supuesto, en todas estas tareas había un componente de adoctrinamiento ideológico, como se demuestra por la existencia de una cartilla popular antifascista para enseñar a leer. Una tarea que recibió importante difusión propagandística, pero que respondía además a una obvia necesidad, fue la salvación del patrimonio artístico y principalmente de los tesoros del Museo del Prado. Al principio existió una Junta de Incautación y luego otra del Tesoro Artístico, hasta que esta competencia fue absorbida por el propio Estado. La labor de todos estos organismos contribuyó a aliviar la destrucción del legado histórico, de enorme gravedad en un acontecimiento bélico como el español de 1936-1939.
Señaladas las respectivas políticas culturales resulta también preciso hacer referencia a la posición de los protagonistas del mundo cultural ante el conflicto fratricida. Los intelectuales españoles habían vivido la difícil y crítica coyuntura de los años treinta con aires de decidida beligerancia, que se convirtió incluso en una necesidad a partir del momento del estallido de la guerra civil. Ésta potenció la voz de quienes estaban ya comprometidos a favor de una u otra tendencia, pero también incorporó a esas filas a quienes pensaron ahora que no les quedaba otro remedio que adoptar una posición semejante, bien por lealtad geográfica con el bando en que estaban o bien porque pensaran que ahora era impensable su indiferencia política previa. Otros, sin embargo, acabaron optando por el silencio o la marginación.
Para los intelectuales españoles, sin duda, hubo dos peligros, semejantes en gravedad. El primero de ellos era el de la depuración por ser considerados vitandos por alguno de los sectores en pugna o por los dos, hecho que sucedió con personas como Ortega o Sánchez Albornoz. El segundo peligro no era menor: consistía en la posibilidad de someter el propio pensamiento o creatividad a la beligerancia de manera exclusivamente utilitaria. Sin embargo, también la guerra tuvo otros aspectos más positivos: Max Aub escribió que la guerra civil sigue teniendo para el espíritu una importancia de la que carecieron las demás, y Cernuda ha explicado las razones: "Me hizo ver en el conflicto no tanto sus horrores, que aún no conocía, como las esperanzas que parecía traer para el futuro". La cultura de la España en guerra, como todo ella, estuvo con tanta frecuencia llena de ejemplos de creatividad como de insubstancial sumisión no ya a un ideario como a personas que dudosamente la merecían. Aunque, como es lógico, dado el ambiente de los años treinta, el mundo intelectual se decantó de manera mayoritaria hacia la causa republicana, no se puede ni mucho menos decir que todo el mundo intelectual estuviera con ella. En cualquier caso, merece la peña señalar la coincidencia de actitudes de fondo así como la coincidencia en la utilización de medios expresivos semejantes: el teatro de pretensiones heroicas, la radiodifusión que hizo nacer una verdadera guerra de las ondas, el verso épico o el cartelismo de combate.
Los vencedores también tuvieron sus mártires intelectuales como Maeztu. Sin duda, hubo una tentación en ellos a considerar que los intelectuales eran culpables del estallido de la guerra, hasta el punto de que Sainz Rodríguez habló de la existencia de un auténtico "temor colectivo" a la inteligencia, y Cossío sugirió sustituir esa denominación por la de "hombres de razón". Dominada por militares carentes de preocupaciones intelectuales, la España sublevada no careció de apoyos intelectuales, aunque, entre los antirrevolucionarios, los más valiosos fueron, quizá, aquellos que abandonaron España incómodos en los dos bandos pero secretamente esperanzados en la victoria de Franco, o quienes estaban dispuestos a aceptar esta última por repudio de lo que sucedía en el bando del Frente Popular. Este fue el caso de algunos de los representantes de la llamada generación del 98 o de 1914. Baroja, aterrado ante la doble barbarie de los tradicionalistas y de los revolucionarios, creyó poder confiar en un dictador, "domador de esas bestias feroces", y acabó ingresando en el Instituto de España. Pérez de Ayala mantuvo una posición partidaria de Franco aunque sin hacerla pública. Ortega y Gasset criticó las simplificaciones de los visitantes extranjeros a la España en guerra, pero más taxativo aún fue Marañón, quien planteó la contienda como resultado del enfrentamiento entre comunismo y anticomunismo y embistió contra quienes al adoptar una postura respecto de España mostraban el "pánico infinito" de no parecer liberales. En realidad todos estos intelectuales profesaron una muy discreta simpatía por Franco, que se convirtió en nula cuando vieron de cerca en qué consistía o se disiparon sus esperanzas respecto de lo que podía llegar a ser. En el fondo, la discutida posición de Unamuno tenía el mismo fundamento. En un principio se identificó con la causa de los sublevados a la que vinculó con la civilización cristiana y occidental; fue no sólo un partidario de ellos sino un colaboracionista, incluso en expedientes de depuración. Pero pronto supo de sus amigos asesinados en un "estúpido régimen de terror". Después de su conocida intervención el 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca se convirtió en un solitario que repudiaba la "mentalidad de cuartel y sacristía" imperante en la España de Franco y que se aproximaba a la muerte en plena angustia provocada por la discordia nacional.
Por supuesto, ninguna de estas posturas fue la oficial de los intelectuales en la España de Franco. Los intelectuales oficiales en ella fueron los hombres de generaciones anteriores que habían evolucionado desde antes hacia posiciones autoritarias (como D'Ors) o nuevas adquisiciones para esta postura (como Manuel Machado en uno de cuyos versos de época bélica se dice que Franco "sabe vencer y sabe sonreír"). Tan característico como este sector fue el de los jóvenes de la generación de 1927, ahora identificados con un nacionalismo católico militante o con un falangismo revolucionario. En esta última versión resulta de interés especial la revista Escorial, empeñada en rescatar para la causa de los sublevados a una parte de la tradición liberal, aunque privándola de sus contenidos políticos, o Vértice, en que es manifiesta la imitación de la estética fascista italiana. Novelas como Madrid, de corte a checa (Foxá), o Eugenio o la consagración de la primavera (García Serrano) describen, respectivamente, el terror ante la represión o la experiencia de la violencia armada en las luchas juveniles. El radical enfrentamiento entre el Bien y el Mal o la rememoración de un pasado glorioso fueron objeto de la propaganda entusiasta de los poetas afectos a Franco. Así, Pemán pudo escribir que "No hay más que carne o espíritu / Luzbel o Dios", y Manuel Machado advirtió: "Ay del pueblo que olvida su pasado / y a ignorar su prosapia se condena". Al lado de los nacionalistas estuvieron algunos de los pintores españoles más conocidos de la época como Zuloaga, que retrató a Franco, o Sert, que empleó su decorativismo monumental en la exaltación de los mártires religiosos o de los defensores de El Alcázar; el primero fue el ganador de la Bienal de Venecia de 1938.
Quienes estuvieron al lado de la España del Frente Popular contaron también con figuras de generaciones anteriores a la de 1927. Sin duda fue Antonio Machado el más beligerante partidario de esta causa que defendió con decisión y con una prosa cuyos valores morales y estéticos trascienden la adscripción política. Es cierto que también Machado fue autor de los versos de Líster ("Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría"), pero, en general, fue capaz de mantener una línea inequívoca de patriotismo, exaltación de los valores humanos y populares, dentro de una adscripción a un genérico socialismo y un entusiasmo por Stalin y la Unión Soviética que desde una óptica actual resulta injustificable. Juan Ramón Jiménez se identificó con la causa republicana y luego escribiría acerca de la "extraña alegría que había invadido Madrid en los tiempos del estallido constante" en el que había vivido allí acosado por unos milicianos de la cultura de los que dijo "estar, con el más firme desprecio, a su disposición".
Como resulta lógico, la mayor beligerancia literaria en favor de la causa del Frente Popular se encuentra en las nuevas generaciones literarias. Mientras que Alberti montaba una Numancia que recordaba la defensa de Madrid, Miguel Hernández era autor de la poesía bellamente comprometida de El rayo que no cesa. Entre estos jóvenes hubo, por supuesto, casos de convencido y devoto compromiso, como el del protagonista de la novela de Arturo Barca, La forja de un rebelde, pero también de entrega a un ideal cuyos males por el momento no se percibían: María Teresa León describió a Stalin como "nuestro padre querido" cuyas manos "blancas y puras, manos de nieve silenciosa" cantó Bergamín. En lo que la causa republicana fue indiscutiblemente superior fue en lo que respecta a las empresas colectivas montadas para exaltar la causa republicana. El Congreso de intelectuales antifascistas de 1937 motivó la malhumorada reacción de Azaña, para quien su organización costaba "un dineral", y presenció alabanzas a favor de la Unión Soviética y repudios de quienes querían independizar la tarea intelectual de la política, pero congregó en Valencia y Madrid a un elenco impresionante de intelectuales y dio lugar a intervenciones brillantísimas en el fragor del enfrentamiento bélico. Hora de España fue, sin duda, la mejor revista intelectual de la guerra, con respecto a la cual mantuvo un inequívoco compromiso, pero procurando enlazar con la sólida tradición intelectual del pasado (su símbolo fue un viejo tocón del que brotaban dos nuevas ramitas). El Pabellón de la Feria de París, en 1937, testimonió la identificación de la vanguardia estética (no sólo Picasso, sino también Miró, Alberto, Julio González o Sert) con la causa republicana. En adelante, el Guernica, que acabaría siendo considerado como el cuadro más importante del siglo XX, se convertiría en la prueba de que era posible hacer compatible el compromiso político y la experimentación estética.
Aparte de hacer mención a la actitud de los medios culturales e intelectuales españoles en torno a la experiencia bélica y al modo en que su creatividad quedó multiplicada o disminuida como consecuencia de este fenómeno, es preciso también hacer referencia a otro aspecto de nuestra contienda interna que resultó de decisiva importancia para la Historia universal: aquélla no constituyó tan sólo uno de los "virajes hacia la guerra mundial", sino que además fue un momento de importancia en la evolución de la responsabilidad social de la cultura y del compromiso de los intelectuales. Nunca hasta entonces había existido una guerra en que la propaganda jugara un papel tan decisivo y nunca tampoco existió tal presión ambiental para tomar partido a favor de uno de los contendientes. En lo que respecta a la política internacional es posible que la guerra civil española no fuera más que un desgarrón más de la ficticia paz precedente, pero los intelectuales de todo el mundo la vivieron como una ocasión crucial de la que dependía el destino de la Humanidad. Hugh Thomas ha señalado que la guerra civil española fue una especie de Vietnam de los años treinta; como en aquella ocasión, durante los sesenta a la intelectualidad liberal o izquierdista le resultó muy obvio designar quién representaba el Bien o el Mal absolutos en el conflicto español. El poeta británico Stephen Spender indicó lo mismo con diferentes palabras: como en 1848 se ofrecía al mundo un campo de batalla en el que quien tenía de su lado a la libertad o la justicia parecía obtener victorias sobre el adversario.
En consecuencia, la mayoría de las figuras literarias más conocidas se pronunciaron en contra de Franco: en una encuesta abierta por una revista británica un centenar de escritores se pronunciaron a favor del Frente Popular, mientras que sólo cinco lo hicieron a favor de Franco. Beckett, el conocido autor de teatro del absurdo, respondió simplemente: "¡Viva la República!" Así la guerra civil española se convirtió en la última gran causa: años después en Mirando hacia atrás con ira, uno de los personajes de la obra de John Osborne lamenta que "la gente de nuestra generación no es ya capaz de morir por una causa como la de la guerra civil española". Si nunca tantos escritores de tantos países escribieron desde una óptica política acerca de un acontecimiento histórico fue porque, por vez primera, en un mundo que había parecido ser sólo capaz de retroceder ante el empuje del fascismo, aparecía un símbolo de resistencia, "lo único que puede mantener la esperanza" (Einstein). Como es lógico, a partir de estas premisas fueron muy habituales las simplificaciones: Day Lewis decía que se trataba simplemente de "una batalla entre la luz y la oscuridad de la cual sólo un ciego puede no darse cuenta". Como cabía esperar, muy a menudo los intelectuales de todo el mundo no hacían otra cosa que trasladar a un conflicto civil en otras latitudes las tensiones espirituales propias o las que vivían en el seno de sus propias sociedades, pero siempre lo hicieron con una sensación de urgencia y de necesidad de que la propia creación literaria sirviera para un propósito colectivo. Por eso un personaje de Hemingway afirma que "si perdemos esta guerra no habrá ya nada que ver, ni hacer, ni intentar", y Cornford, muerto en los olivares de Lopera, aseguró que "no podemos escapar de la vida con el pensamiento".
Resulta casi imposible citar una relevante figura del mundo intelectual europeo y americano de los años treinta que no se pronunciara acerca de la guerra española: en Gran Bretaña lo hicieron Wells, Auden, Huxley, O. Casey...; en Francia, Mauriac, Eluard, Bréton, Maritain...; en Estados Unidos, Dos Passos, Steinbeck, Dreisser...; en Alemania, Einstein, Mann, Brecht...; en Hispanoamérica, César Vallejo, Cortázar, Neruda, Paz... Sin embargo, resulta de especial relevancia el hecho de que algunos de estos intelectuales no sólo adoptaron una posición en torno a cuanto sucedía en España, sino que, además, escribieron obras centradas en sus experiencias propias como L'Espoir de Malraux, desde luego no su mejor obra, aunque sí demostrativa de su capacidad para el reportaje. Quizá lo más fresco y valioso de la obra de Hemingway en relación con la guerra española no sea Por quién doblan las campanas, que le dio prestigio y lectores, sino sus crónicas periodísticas. Varias de las de Koestler hacen referencia a su experiencia en la cárcel de Sevilla donde fue detenido: en Darkness at noon trasladó sus recuerdos a la ficción de un protagonista en una cárcel comunista; en Testamento español escribe: "Frecuentemente por la noche, cuando me despierto, siento la nostalgia de la casa de la muerte en Sevilla e imagino verdaderamente que nunca he estado tan libre como allí". En Hommage to Catalonia Orwell narró su alistamiento en las milicias populares debido a que en el ambiente revolucionario de la capital catalana ésa era la única actitud que le parecía posible; la mezcla entre la descripción de su experiencia íntima y su relato alegórico pleno de sentido moral y político la hacen una de sus mejores obras. Como Orwell y Koestler ( y otros como Dos Passos o Regler), pero en un sentido diverso, para Bernanos también la experiencia de la guerra civil española supuso una conmoción que le llevaría a adoptar actitudes muy distintas a las que había tenido en el pasado. En Les grand cimetiéres sous la lune este católico de derechas muestra todo su desgarro íntimo ante la represión nacionalista en Palma de Mallorca, acontecida ante la mirada complaciente o indiferente de los bienpensantes. Por supuesto, el cambio en las actitudes previas demuestra, en aquellos en quienes se dio, la sinceridad del compromiso respecto de la guerra civil española.
Como ya se ha señalado, una clara mayoría de los intelectuales en todo el mundo se pronunciaron en contra de Franco. Hubo, sin embargo, excepciones importantes que se refieren principalmente a intelectuales atraídos por el fascismo o a católicos. Maurras visitó a Franco y también Belloc estuvo en España al final de la guerra civil. Ezra Pound, por su parte, pareció ser más contrario a los izquierdistas identificados con el Frente Popular español (a los que reprochó buscar "un lujo emocional para una pandilla de dilettanti") que, en realidad, próximo a Franco. En Francia, Claudel presentó a los mártires españoles como los sucesores de los perseguidos por Enrique VIII, Nerón o Diocleciano; ellos habrían seguido la senda difícil en el momento crucial. Arnold Lunn, en Gran Bretaña, propició la formación de un Frente cristiano unido contra la revolución y la persecución religiosa. Evelyn Waugh no dudó en afirmar que si fuera español lucharía a favor de Franco, porque no siendo fascista, se identificaría con esta posición si fuera la única alternativa respecto del comunismo.
En la obra de cuantos intelectuales se ocuparon de lo que sucedía en España hay aciertos y errores, tanto literarios como históricos. Fue frecuente la mala información o la excesiva simplificación: abundan demasiado quienes erraron al ver a Franco como sólo un conservador o a la República como un régimen democrático. Salvador de Madariaga recordó a este respecto el dicho español según el cual "una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla" y protestó contra los "adolescentes de todas las edades y naciones que, armados de máquinas de escribir, invadieron España en 1936 para no ver en ella más que lo que ya traían en sus ojos, ingenuos e ignorantes". Sin embargo, todo ello no hace otra cosa que ratificar la importancia de los acontecimientos españoles para la conciencia universal. Los diagnósticos pudieron ser errados pero el interés era legítimo y absorbente y nunca en la época contemporánea lo había sido y lo sería ni tan siquiera semejante.